sábado, 13 de marzo de 2010

FE Y COMPROMISO MORAL

FE: CREER.
«Los apóstoles le dijeron al Señor: "Aumenta nuestra fe". Y el Señor dijo: "Si tuvierais una fe tan grande como un grano de mostaza y dijerais a este sicómoro: ‘Arráncate y trasplántate al mar, él os obedecería"» (Lc 17,5s). «Os aseguro que si tuvierais fe como un grano de mostaza, diríais a este monte: "Vete de aquí allá", y se trasladaría; nada os sería imposible» (Mt 17,20).
Ninguna morera nos ha escuchado. Ninguna montaña se ha desplazado. ¿Dónde está la fe sobre la tierra? ¿Está quizá en el dolor desgarrador de los seres indefensos que mueren invocando a Dios, derrotados en la dura lucha contra el mal que ha destrozado sus miembros?, ¿o en el grito inarticulado de quien es aplastado por la injusticia y la crueldad de sus semejantes? ¿Por qué el silencio de Dios ante el dolor del mundo? ¿Debilidad de la fe o indiferencia divina? ¿Dureza del corazón humano o dureza del corazón de Dios? ¿Por qué esta intolerable ausencia de «signos»? ¿Por qué esta dolorosa parsimonia de milagros?
Las preguntas podrían multiplicarse, haciéndose eco de la fatiga de creer que pesa sobre tantos corazones, desconfiados y extenuados por las numerosas réplicas de la historia del mundo a la audacia de la fe.
Pero son estas preguntas las que nos permiten decir qué es o no es la fe. Creer no es ante todo asentir a una demostración clara y evidente o a un proyecto falto de incógnitas y conflictos: no se cree en algo que se pueda poseer y usar para la propia seguridad o placer. Creer es fiarse de Alguien, asentir a la llamada del Extraño que invita, poner la propia vida en las manos de Otro, para que sea él el único y verdadero Señor.
Según una sugestiva etimología medieval «creer» significaría «cor daré», entregar el corazón, ponerlo incondicionalmente en las manos de Otro: cree el que se deja aprisionar por el Dios invisible, el que acepta ser poseído por él en la escucha obediente y en la docilidad de lo más profundo del corazón. Fe es rendimiento, entrega, abandono, no posesión, garantía o seguridad.
Creer, pues, no es evitar el escándalo, huir del riesgo, avanzar en la serena luminosidad del día: se cree no a pesar del escándalo y el riesgo, sino precisamente desafiados por ellos y en ellos; el que cree camina en la noche, peregrino hacia la luz. El suyo es un conocimiento en la penumbra de la tarde, una «cognitio vespertina», todavía no una «cognitio matutina», un conocer en el esplendor de la visión, según la bella terminología de san Agustín y santo Tomás.
«Creer significa estar al borde del abismo oscuro, y oír una voz que grita: "Tírate, ¡te recogeré en mis brazos!"» (S. Kierkegaard). Y es precisamente en el borde de ese abismo donde surgen las preguntas inquietantes: ¿y si en lugar de unos brazos acogedores sólo hubiera rocas lacerantes? ¿Y si más allá de la oscuridad no hubiera más que la oscuridad de la nada? Creer es resistir y aguantar bajo el peso de estas preguntas: no pretender signos, sino ofrecer signos de amor al invisible Amante que llama.


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«Amar al prójimo como a nosotros mismos» es la regla de oro de la fe cristiana que nos muestra la relación con el compromiso moral.

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